martes, 1 de abril de 2008

La pipa

Herman Melville


Cuando Stubb se hubo marchado, Ajab se quedó durante un rato inclinado sobre la borda , y luego, como era su costumbre últimamente, llamó a un marinero de la guardia y le envió abajo por su taburete de marfil y por su pipa. Encendió la pipa en la lámpara de bitácora, colocó el taburete en el costado de barlovento de cubierta, y se sentó a fumar.
Cuenta la tradición que en la antigüedad escandinava los tronos de los reyes daneses, amantes del mar, se fabricaban con los colmillos de los narvales. ¿Cómo se podía mirar entonces a Ajab, sentado en aquel trípode de huesos, sin considerar la realeza que simbolizaba? Porque Ajab era un khan de la cubierta, un rey del mar y un gran señor de leviatanes.
Pasaron algunos instantes durante los cuales el espeso vapor salió de su boca en rápidas y constantes bocanadas, que volvían a chocar contra su cara.
-¿Qué es esto? –dijo por fin retirando la pipa-. El fumar ya no alivia. ¡Pipa mía! ¡Algo difícil me ocurre si tu encanto ha desaparecido! Aquí he estado trabajando, y no con placer… y sin darme cuenta fumando a barlovento todo el tiempo, a barlovento y con bocanadas tan nerviosas como si chorros finales, al igual que los de la ballena moribunda, fuesen los más fuertes y los más llenos de dificultad. ¿Qué tengo que ver con esta pipa? Esto que se pretende que sea para la serenidad, para hacer subir suaves vapores blancos entre las suaves cañas, no entre mis deshechos rizo grises como el hierro. No fumaré más…
Arrojó al mar la pipa, todavía encendida. El fuego hizo un chasquido contra las olas, la burbuja que hizo la pipa al hundirse dio en aquel instante contra el barco. Con el sombrero ladeado, Ajab recorrió dando bandazos la cubierta.

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